The Zero TheoremAutor72014-03-297Nota FinalPuntuación de los lectores: (0 Votes)0.0El hipotético Sentido de la Vida, eterno objeto de estudio por físicos, filósofos, teólogos y artistas —Monty Python, 1983—, plantea que la existencia está sujeta a cierto cometido indeterminado, sin el cual, nuestra presencia en la tierra implicaría un desperdicio evolutivo, empírico, espiritual o patrimonial (dependiendo de qué corriente exponga el dilema). Y no en vano, muchas personas han utilizado este pensamiento metafísico como auto-arenga estimulante que les ayude a la consecución de sus objetivos y les motive para fijarse nuevas metas. Terry Gilliam ha mostrado una completa atracción hacia esta finalidad última del ser humano desde que dirigiera, junto a su compañero de travesuras Terry Jones, la ontológica cinta a la que hacíamos mención al comienzo (Monty Python’s The Meaning of Life). Con The Zero Theorem, el director se desespera en sus obsesiones personales, hace uso de su característica y punzante ironía para arremeter contra sí mismo, caricaturizando su propio universo y los paralelos que surgen de la exploración de todas las posibilidades ofrecidas en una misma situación. Estas visiones alternativas —siempre teórico-imaginarias y nunca demostrables—, debatidas por la mecánica cuántica hasta formular teorías tan interesantemente disparatadas como la propia inmortalidad (véase el estudio: suicidio/inmortalidad cuántico), y que siempre han estado presentes en su cine, se vuelven más evidentes en esta ocasión mediante la deconstrucción de un mundo distópico que se aproxima peligrosamente al caos absoluto. Tercera y última entrega de la trilogía orwelliana sobre las teorías “conspiranoicas”, la propaganda y la extrema vigilancia y opresión que las clases superiores ejercen sobre el pueblo obrero; en la que se mezclan las premisas de las dos anteriores cintas de este tríptico, como la destrucción del tiempo y el espacio mostrado en 12 monos, 1995 (llenando de anacronismos un futuro incierto) y la presentación de un todo cósmico inquietantemente abstracto bajo la pesada apariencia steampunk, que Nincola Pecorini (habitual director de fotografía de Gilliam) presenta al más puro estilo de la genial Brazil, 1985. Todo ello representado, por supuesto, mediante una serie de excéntricos personajes que parecen salidos de un cuadro clínico de Carl Jung. Esta iconoclasia reflexiva que el director lleva a cabo sobre los excesos (en general), centrada en dar una versión distorsionada y esotérica de la realidad a través de actores respetados en papeles atípicos, —Johnny Depp en Miedo y asco en Las Vegas, 1998 o Brad Pitt en la mencionada 12 monos— es transmitida ahora por Christoph Waltz; el reputado actor se transforma en Qohen Leth (que no Queen), un huraño panofóbico al que se ha puesto al frente del Teorema Zero, monografía que trata de explicar el por qué de la existencia, para demostrar que el ser humano es axiomáticamente imperfecto debido a la irrefutable contradicción del universo: el todo es igual a la nada o, dicho de un modo más desesperanzador, todo es por nada. Leth vive absorto en su trabajo esperando impaciente una llamada que ponga fin a sus dudas existenciales, hasta que sus astrofísicas elucubraciones se ven interrumpidas por una presencia femenina (cuya fisonomía parece tener tan intrigado al protagonista como el propio sentido de la vida) llamada Bainsley, y por el anárquico hijo del todopoderoso jefe que controla la empresa para la que trabaja, Bob. Ambos le harán replantearse sus convicciones y encontrar algo por lo que preocuparse, al tiempo que pondrán patas arriba su existencia anacoreta. El sobrio clasicismo formal de la obra, cuyo pesimismo va progresivamente en aumento conforme nos acercamos al final (como si fuésemos absorbidos por el campo gravitatorio magnético de un gran agujero negro), se ve amenizado por un recargado barroquismo que fundamenta el uso del amplio repertorio de planos aberrantes con el que este experimentador —visual y narrativo— tiene a bien deleitarnos. Waltz se muestra bastante cómodo en su papel, dejándose llevar por las excentricidades del guion hasta el punto de convertirse en un elemento protagonista de ese catabolismo caótico que trata de esclarecer en la medida de lo posible. Un actor en plena forma al que todavía no se le ha dado la oportunidad (como protagonista) para deslumbrar como se sospecha que podría hacerlo, que nos va desplazando, a modo de videojuego, por los diferentes niveles de la lógica más primitiva, y nos encamina al gran cambio que oteamos en el horizonte (ya que como todos sabemos gracias a Lavoisier, “la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma”). Llegados a este punto, únicamente faltaría, siguiendo los consejos del propio director, interpretar los acontecimientos que, con su inconformismo sarcástico habitual, ha planteado para que el espectador, tratando de hacer frente a la convincente retórica de Gilliam —no confundamos con discursiva grandilocuencia— sea capaz de transformar esta intrincada cábala en una historia que tenga sentido para él mismo. De esta manera conseguiríamos poner en jaque el propósito inicial del Teorema Zero, ya que Todo no habría sido por Nada.