Ready Player One: Comienza el juegoAndrés Quintero7LO MEJORLos guiños a ciertos emblemas culturales que marcaron épocaEl resultado visual de su despliegue tecnológicoLO MALOQue de guiños no hayan pasadoEn contraste con el esplendor visual, la flaqueza de sus personajes y lo predecible de su historia2018-04-047BuenaTÍTULO ORIGINAL: Ready Player One AÑO: 2018 DURACIÓN: 2h 20min GÉNERO: Ciencia Ficción PAÍS: Estados Unidos DIRECTOR: Steven Spielberg ESTRELLAS: Tye Sheridan, Olivia Cooke, Ben Mendelsohn, Mark Rylance, Simon Pegg, T.J. Miller Primera confesión. No fui, en los ochentas, un apasionado de los videojuegos. Supongo que haber llegado a ellos con veinte y tantos años en los bolsillos, contribuyó a que no hubiera clavado banderas de pasión y entusiasmo por unos juegos que absorbían a los más jóvenes. Esta pobre explicación esconde la verdadera razón de mi distanciamiento de esos dichosos jueguitos: mi ineptitud total para desplazar cualquier figura en la pantalla. Fuera para dispararle a un rival o para defenderme de sus ataques, fuera para saltar un muro o para esquivar la piedra que cae, fuera para comerme a mordiscos al engendro que se cruzara en mi camino o fuera para acelerar la moto ultra veloz que huiría de la emboscada, para todo ello demostré, prontísimo, mi irremediable torpeza. Con todo y este penoso antecedente me arriesgué a ver Ready Player One. Sabía, por la información disponible, que era un tributo no solo a los juegos que en su momento enloquecieron a tantos, sino todo un homenaje a íconos de la llamada cultura POP. Sin que me hubiera quedado muy clara esta ambigua referencia, me fui con mi pandilla de chicas, nacidas todas ellas después de los ochentas, a ver el último trabajo del multifacético Spielberg. Basada en la novela de Ernest Cline, Ready Player One cuenta la historia de Wade, un adolescente en el año 2045 que prefiere eludir su monótona y asfixiante realidad sumergiéndose en el fantástico mundo de Oasis, una paraje virtual y paradisiaco en el que el jugador, teletransportado por unas gafas milagrosas, elige ser quien quiere ser y se adentra en una existencia emocionante y rutilante que contrasta con el anonimato y opacidad de todo cuanto le rodea. En Oasis todo sucede a millón y las posibilidades parecen infinitas, pero como nada, ni en esta ni en otras vidas, está exento de controversias, batallas y derrotas, también en ese espejismo trepidante hay rivales que vencer y corazones que conquistar. Es este transitar de la realidad a la ficción y de la ficción a la realidad del que se sirve Spielberg para apenas insinuar la tesis según la cual el poderío de la ficción llegará, tarde que temprano, a diluir la frontera que la separa de la realidad. Segunda confesión. El 3D aún me genera cierto resquemor. Admito que cada vez me adapto mejor a las gafas negras y que es verdaderamente sorprendente el efecto de profundidad que se logra. Sin embargo hay algo que acercándome tanto a lo que sucede en la pantalla termina, paradójicamente, alejándome de ella. La proximidad que logra el 3D tiene algo artificioso que reitera la mentira de esa ficción que pareciera emerger de la pantalla para meterse por nuestros ojos. La planicie visual del cine tradicional me acerca más a lo que sucede – convenciéndome además de su singular veracidad – porque soy yo quien, a mi modo, va hacia la pantalla y no ella hacia mí. El despliegue visual de Ready Player One y su caleidoscópica mirada a este micro universo del juego virtual, sin lugar a dudas entretienen pero no subyugan. La película está hecha con ese mismo insumo con el que están hechos los videojuegos : una suerte de arrebato hipnótico al que el espectador felizmente se rinde y aunque la película pretende desligarse de sus homenajeados termina siendo uno de ellos. Tanto su tono evocador de juegos, músicas, personajes y películas de esa época (su peculiar oda a The shining es sobresaliente), como su asomo a ese deseo humano de completar nuestras precarias verdades con buenas y balsámicas mentiras, terminan cediéndole la silla de privilegio a una aventura entretenida que pudiendo haber servido de pretexto para algo más sustancioso, terminó conformándose con los efectos, tan deliciosos como fugaces , de un buen videojuego. Tercera y última confesión. Reconocí mi ineptitud para los videojuegos. Lo hice alardeando acerca de mi torpeza con las consolas, teclados, dispositivos y demás aparejos asociados a esos juegos. Admito que detrás de este reconocimiento se esconde cierta displicencia hacia aquellos que sucumben, eclipsados, ante unas figurillas fantasiosas que se pasean a lo largo y ancho de las pantallas invasoras. Algo, quizás mucho, de soberbia intelectual soporta ese desdén. Desde mi trinchera les veo, a los amantes de estos videojuegos, como dóciles rehenes de una manipulación tan superficial como efectista. Alienación pura lograda con ingentes dosis de deslumbramiento, entretención y mentira. Pero qué diferencia hay entre esa apasionada interacción que logra el videojuego y aquella otra – débil o fuerte, pasajera o persistente – que se establece entre el espectador y la película? Acaso lo que enaltece a la primera y degrada a la segunda es el contenido de cada una de ellas? No lo creo. Cosas buenas, regulares y malas hay en uno y otro lado. Quizás haya que confesar y a eso procedo, que mi pasión por el cine tiene mucho, muchísimo, de ese deseo de transportación, de esa insatisfacción con la versión cotidiana de la realidad. Creo que el espectador de cine, a su manera cada cual , también entra en un juego que tiene algo de desdoblamiento y con el que se procura lustrar una realidad con la que uno, afortunadamente, nunca termina de conformarse. Quizás en el 2045 algunos se la pasen, como Wade, venciendo enemigos y doblegando corazones en el ciberespacio en tanto que otros, con tecnologías insospechadas pero siempre fieles a la esencia cinematográfica, seguirán completando sus realidades con las ficciones que discurren en la pantalla. Tal vez la técnica termine de pulir este proceso de transustanciación que arrancó con la invención misma del cine.
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