de Elena Poniatowska (ir a la parte 1) Mi drama es casi metafísico y no le encuentro posible desenlace. Estoy solo en la noche de mi desvarío. Bueno, debo confesar que mi esposa todo lo comprende y que a veces comparte mi consternación. Estábamos gozando aún de los deliquios y la dulzura propia de los recién casados cuando acudimos inermes a su primera película. ¿Todavía la guarda usted en su memoria? Aquélla del buzo atlético y estúpido que se fue al fondo del mar, por culpa suya, con todo y escafandra. Yo salí del cine completamente trastornado, y habría sido una vana pretensión el ocultárselo a mi mujer. Ella, por lo demás, estuvo completamente de mi parte; y hubo de admitir que sus deshabillés son realmente espléndidos. No tuvo inconveniente en acompañarme otras seis veces, creyendo de buena fe que la rutina rompería el encanto. Pero ¡ay! los cosas fueron empeorando a medida que se estrenaban sus películas. Nuestro presupuesto hogareño tuvo que sufrir importantes modificaciones a fin de permitirnos frecuentar las pantallas unas tres veces de semana. Está por demás decir que después de cada sesión cinematográfica pasábamos el resto de la noche discutiendo. Sin embargo, mi compañera no se inmutaba. Al fin y al cabo, usted no era más que una sombra indefensa, una silueta de dos dimensiones, sujeta a las deficiencias de la luz. Y mi mujer aceptó buenamente tener como rival a un fantasma cuyas apariciones podían controlarse a voluntad, pero no desaprovechaba la oportunidad de reírse a costa de usted y de mí. Recuerdo su regocijo aquella noche fatal en que, debido a un desajuste fotoeléctrico, usted habló durante diez minutos con voz inhumana, de robot casi, que iba del falsete al bajo profundo… A propósito de su voz, sepa usted que me puse a estudiar el francés porque no podía conformarme con el resumen de los títulos en español, aberrantes e incoloros. Aprendí a descifrar el sonido melodioso de su voz, y con ello vino el flagelo de entender a fuerza mía algunas frases vulgares, la comprensión de ciertas palabras de usted me resultaron intolerables. Deploré aquellos tiempos en que llegaban a mí, atenuadas por pudibundas traducciones; ahora, las recibo como bofetadas. Lo más grave del caso es que mi mujer está dando inquietantes muestras de mal humor. Las alusiones a usted, y a su conducta en la pantalla, son cada vez más frecuentes y feroces. Últimamente ha concentrado sus ataques en la ropa interior y dice que estoy hablándole en balde a una mujer sin fondo. Y hablando sinceramente, aquí entre nosotros ¿a qué viene toda esa profusión de infames transparencias, ese derroche de íntimas prendas de tenebroso acetato? Si yo lo único que quiero hallar en usted es ese chispita triste y amarga que ayer había en sus ojos… Pero volvamos a mi mujer. Hace visajes y la imita. Me arremeda a mí también. Repite burlona algunas de mis quejas más lastimeras. «Los besos que me duelen en qué me duras, me están ardiendo como quemaduras». Dondequiera que estemos se complace en recordarla, dice que debemos afrontar este problema desde un ángulo puramente racional, con todos los adelantos de la ciencia y echa mano de argumentos absurdos pero contundentes. Alega, nada menos, que usted es irreal y que ella es una mujer concreta. Y a fuerza de demonstrármelo está acabando una por una con mis ilusiones. No sé qué va a ser de mí si resulta cierto lo que aquí se rumora, que usted va a venir a filmar una película y honrará a nuestro país con su visita. Por amor de Dios, por lo más sagrado, quédese en su patria, señorita. Sí, no quiero volver a verla, porque cada vez que la música cede poco a poco y los hechos se van borrando en la pantalla, yo soy un hombre anonadado. Me refiero a la barrera mortal de esas tres letras crueles que ponen fin a la modesta felicidad de mis noches de amor, a dos pesos la luneta. He ido desechando poco a poco el deseo de quedarme a vivir con usted en la película y ya no muero de pena cuando tengo que salir del cine remolcado por mi mujer que tiene la mala costumbre de ponerse de pie al primer síntoma de que el último rollo se está acabando. Señorita, la dejo. No le pido siquiera un autógrafo, porque si llegara a enviármelo yo sería capaz de olvidar su traición imperdonable. Reciba esta carta como el homenaje final de un espíritu arruinado y perdóneme por haberla incluido entre mis sueños. Sí, he soñado con usted más de una noche, y nada tengo que envidiar a esos galanes de ocasión que cobran un sueldo por estrecharla en sus brazos y que la seducen con palabras prestadas. Créame sinceramente su servidor. PD: Olvidaba decirle que escribo tras las rejas de la cárcel. Esta carta no habría llegado nunca a sus manos si yo no tuviera el temor de que el mundo le diera noticias erróneas acerca de mí. Porque los periódicos, que siempre falsean los hechos, están abusando aquí de este suceso ridículo: «Ayer por la noche, un desconocido, tal vez en estado de ebriedad o perturbado de sus facultades mentales, interrumpió la proyección de Esclavas del Deseo en su punto más emocionante, cuando desgarró la pantalla del Cine Prado al clavar un cuchillo en el pecho de Françoise Arnoul. A pesar de la obscuridad, tres espectadoras vieron cómo el maniático corría hacia la actriz con el cuchillo en alto y se pusieron de pie para examinarlo de cerca y poder reconocerlo a la hora de la consignación. Fue fácil porque el individuo se desplomó una vez consumado el acto». Sé que es imposible, pero daría lo que no tengo con tal de que usted conservara para siempre en su pecho, el recuerdo de esa certera puñalada. Elena Poniatowska Elena Poniatowska Amor (París, 1932), narradora y ensayista mexicana de origen francés. Integrante de una antigua familia de la nobleza polaca (y sobrina de la legendaria poeta Pita Amor), nació en Francia, llegó a México con diez años de edad y obtuvo la ciudadanía muchos años después, en 1969. Tras estudiar en su país de adopción y en Estados Unidos, en 1953 inició su carrera como periodista. A lo largo de su trayectoria cultivó variados géneros: novela, ensayo, testimonio, crónica, entrevista y poesía, dentro de los que se destacan Lilus Kikus (1954) su obra inaugural, Hasta no verte Jesús mío (1969), La noche de Tlatelolco (1971), Querido Diego, te abraza Quiela (1978), De noche vienes (1979) y Tinísima (1992). Con La piel del cielo (2001) obtuvo en España el premio Alfaguara de Novela. En 2005 se publicó El tren pasa primero; con esta novela, que tiene como protagonista a un líder sindical ferroviario, Elena Poniatowska se hizo merecedora del XV Premio Internacional Rómulo Gallegos (2007). En 2011, la escritora obtuvo el premio Biblioteca Breve de la editorial Seix Barral por su novela Leonora, sobre la vida de la pintora Leonora Carrington. En 2013 le fue otorgado el Premio Cervantes de literatura, siendo tan solo la cuarta mujer en alcanzarlo. Visitar la Fundación Elena Poniatowska
Debe estar conectado para enviar un comentario.