El código enigmaMuy buena8H. Santana (Dirección Distinta Mirada)72015-02-057.5BuenaPuntuación de los lectores: (1 Voto)9.3TÍTULO ORIGINAL: The Imitation Game OTROS TÍTULOS: Descifrando Enigma AÑO: 2014 DURACIÓN: 114 min GÉNERO: Suspenso, Drama, Biografía PAÍS: Reino Unido DIRECTOR: Morten Tyldum ESTRELLAS: Benedict Cumberbatch, Keira Knightley, Matthew Goode Sin pretensiones de universalidad es válido decir que en el imaginario colectivo a lo inglés se lo asocia inmediatamente con lo elegante, con lo sobrio, con lo puntual, con lo correcto. Para referirnos a algo o a alguien sofisticado y de apariencia o modales refinados decimos, no sin cierta pedantería, que es muy british. En materia cinematográfica pasa algo similar. Un amigo lo expresa con contundente claridad: si la película es británica antes de comenzar ya tiene, por su sola procedencia, de cien, cuarenta o más puntos a su favor. The imitation game pareciera ser una prueba más de esa asociación entre lo inglés y lo correcto, entre lo británico y lo muy bien cuidado. La última película de Morten Tyldum logra un perfecto ensamble entre un guión inteligente, unas actuaciones – que no solo una – sobresalientes, una fotografía impecable y una música que va más allá de la mera ambientación. Muchos pero merecidos adjetivos para una película que tiene el inmenso mérito de innovar conservando, de volver a las formas clásicas de hacer el buen cine para reivindicar su valor y para demostrar que esos cánones de factura cinematográfica tienen, inagotables, unas enormes vetas para explotar. Por eso son clásicas, por eso su permanencia a través del tiempo. Alan Turing (Benedict Cumberbatch) es un matemático que en plena segunda guerra mundial asume el desafío de descifrar el código Enigma que emplea el ejército nazi en sus incursiones militares. Lograrlo habrá de significar, más allá del triunfo de los aliados, la cesación de un conflicto irracional que no para de sumar víctimas a sus luctuosas listas. The imitation game es no tanto la aventura que en su momento implicó construir una máquina inteligente capaz de desencriptar los códigos alemanes, como la vivencia de un hombre acosado por sus conflictos interiores y condenado, pese a su genialidad y por su homosexualidad, al aislamiento, la marginación y la condena moral. Si dice por estos días que hay películas que se cortan y diseñan con tijeras marca Oscar; que se las hace con la conocida receta de grandilocuencia, heroísmo y emotividad cuyo resultado tanto gusta a la Academia y al gran público. Y se dice, con cierta ligereza, que The imitation game fue preparada con esta fórmula, tan infalible que incluye los discursos que se pronunciarán en la noche de las estatuillas doradas. Personalmente creo que hay un torpe reduccionismo en esta apreciación. Nadie discute que The imitation game es un producto clásico que apela válidamente a unos recursos de efectividad conocida pero eso no la hace una película prescindible, plana y predecible. Los cánones de la belleza están inventados hace miles de años y cuando se les usa bien más que un resultado anodino y simple lo que se logra es una incesante reformulación de lo bello. No son pocos los que creen que en cine lo bueno debe estar necesariamente ligado a lo subversivo, a lo iconoclasta, a lo irreverente, a lo que se salga de toda convención. Puede ser que en materia cinematográfica la transgresión estética produzca buenos y perdurables resultados pero si los produce no es porque se haya elegido como ruta la contravía del canon tradicional, sino porque se optó por una ruta alterna que también conduce al destino caleidoscópico de lo bello. Decir que The imitation game es convencional no es decir que sea de una creación bien acabada pero desapasionada. Lo habría sido si se hubiera limitado a contar la aventura de un geniecillo incomprendido que de repente encuentra la fórmula para descifrar los códigos secretos del enemigo; lo habría sido si se hubiera desviado por la conocida ruta maniquea del nazi como heraldo de la maldad y lo habría sido, también, si se hubiera dejado tentar por la defensa altruista pero en todo caso discriminatoria de la homosexualidad. La apuesta de The imitation game fue otra. Más discreta, más íntima y por eso mismo mucho más poderosa. Fue la apuesta por la historia fragmentada, no biográfica, de un hombre zarandeado por una mente brillante que le tocó vivir – y sin querer protagonizar – un momento crucial de la historia de la humanidad; un hombre acosado y cercado por una moral circunstancial y de momento que terminó hundiéndolo. No es el homenaje al héroe incomprendido, es la historia en tono contenido de un hombre con la marca de los elegidos y, como toda historia, con un inevitable margen de tergiversación y fantasía. Contar la historia siempre será, de alguna forma, mentirla. Así está construido el pasado de la humanidad y así se nos cuenta, siempre con un lente de acomodo, la vida de Alan Turing. En casos como este los juicios de rigor y apego histórico tienen un valor muy relativo. Sobre la actuación de Benedict Cumberbatch ya está todo dicho. Como el propio Alan, él, también, un elegido. Tal vez solo preguntarse si una actuación de estos quilates es el fruto de un trabajo disciplinado y aplicado o, más bien, la exteriorización fácil de un gran talento. Por lo que se ve en pantalla, hay, sobre una piedra muy fina, un tallado juicioso y muy dedicado. El resto del elenco está al servicio de Cumberbatch pero no opacado por su sombra; orbita a su alrededor y es eso precisamente lo que realza su atrayente condición de centro. Con la Knightley tengo el síndrome de la bella. No sé si su belleza camufla sus defectos actorales o si son sus virtudes actorales las que la hacen ver más bella. Lo cierto es que es todo un deleite verla en la pantalla y sentir, una vez más, ese cosquilleo fugaz de los enamoramientos de celuloide.
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