Cyrano mon amour
Andrés Quintero8
LO MEJOR
  • Su mirada fresca, creativa y a la vez respetuosa
  • Las actuaciones. En especial la de Olivier Gourmet
  • La escena final. Para lagrimear
LO MALO
  • Algo le falta al personaje de Rostand
8Nota Final

TÍTULO ORIGINAL: Edmond

OTROS TÍTULOS: Cartas a Roxanne

AÑO: 2018

DURACIÓN: 1h 52 min

GÉNERO: Drama, Comedia

PAÍS: Francia

DIRECTOR: Alexis Michalik

ESTRELLAS: Thomas Solivéres, Dominique Pinon, Olivier Gourmet, Guillaume Bouchède,Alexis Michalik, Simon Abkarian, Blandine Bellavoir, Mathilde Seigner,Antoine Duléry

Llegué a Cyrano de Bergerac por mi profesor de literatura francesa. Se llamaba Raphy Lattion. Yo tendría quince, a lo sumo dieciséis años, cuando un día, día que mis compañeros de curso y yo nunca olvidaremos, Lattion dijo que asistiríamos a la representación de una de las escenas más famosas, sino la más, del denominado teatro heroico francés. Ante el asombro de su alumnado que no veía en la tarima a nadie más que al temido y admirado profesor, fue él mismo quien presentó al elenco: en el rol de Cyrano de Bergerac, Raphy Lattion; en el de Christian, Raphy Lattion y en el de Roxanne, para eso están los buenos actores, Raphy Lattion. La escena? Aquella en la que el apuesto y torpe Christian, desde el jardín en penumbra, le declara a la bella Roxanne, parada en el balcón, todo su amor. La declaración es un sentido poema, no por las dotes del declarante, sino por la sensibilidad y la finura extremas de Cyrano quien, oculto bajo el balcón, le sopla a Christian, palabra por palabra, el discurso amoroso que el otro, tras su vana hermosura, repite como un torpe loro. Lattion, en el papel de Roxanne, se trepaba en el escritorio y aflautaba la voz; de un brinco bajaba y frente al escritorio remedaba la voz del bello galán con la inseguridad del que se esfuerza por repetir lo que le están diciendo para, finalmente, encorvarse bajo el escritorio y hacer, con una majestuosidad imposible de describir, del Cyrano que regala sus palabras enamoradas para que otro termine vanagloriándose con ellas.

Entenderán que con ese indeleble recuerdo grabado en el alma, cada vez que se promociona la puesta en escena de la inmortal obra de Edmond Rostand o cuando se anuncia alguna versión cinematográfica de la misma, soy el primero en levantar la mano. Lo hice, allá por el 87, con la versión acaramelada de Steve Martin. Repetí en el año 90 cuando de la mano del director Jean-Paul Rappeneu, Gerard Depardieu personificó de manera soberbia y magistral a Cyrano y acabo de hacerlo con Cyrano mon amour, la interesante versión que Alexis Michalik hace, no de Cyrano de Bergerac, sino de la forma como su autor creó su obra magistral.

Paris, 1897. Abatido por la críticas que ha recibido su trabajo poético, Rostand busca la musa que lo inspire y que, además, le provea los francos que tanto necesita para sostener su familia. Es entonces cuando conoce al reputado actor Constant Coquelin, quien, tan o más perseguido por sus acreedores que el incomprendido poeta, lo conmina para que escriba su pieza maestra, reservándose de antemano el papel protagónico. Así es como Rostand se enfrenta a la página en blanco: con el apremio del apurado actor y con el afán de resolver su situación económica. Lo que, por tan desfavorables condiciones, presagiaba ser una obra de pacotilla para recaudar un puñado de francos, terminó siendo uno de los trabajos cumbres de la literatura francesa.

Tal y como nos la presenta Michalik, la clave de este logro estuvo en que Rostand construyó un personaje a partir de su propia condición y circunstancia. Era, en efecto, un “feo”o, si se quiere, un fracasado que sentía que su talento no lo hacía digno del reconocimiento del medio intelectual parisino. Su personaje debía demostrar, como él mismo lo haría con su obra, que tras la fealdad superficial suele esconderse la más honda y perdurable beldad.

Excúsenme tanto circunloquio para finalmente llegar a decir que, más allá de las probables imprecisiones históricas que pueda tener, la película de Michalik es un manjar para saborear. A un sólido y muy convincente reparto se suma una historia muy bien llevada que conduce a un punto cumbre, pronosticable sí, pero no por eso menos emocionante. En su planteamiento narrativo Michalik juega con distintos planos: mientras que Rostand va escribiendo Cyrano, es él quien en vida ya lo está personificando con las cartas furtivas que le escribe a su amada idealizada. Mientras discurre esta dialéctica creativa, la película va mostrando a trozos una obra aún por terminar pero que nos va siendo representada en sus fragmentos más memorables.

Un ambiente teatral muy francés y muy bien logrado, atraviesa toda la película y su tono de comedia la hace divertida sin siquiera por un momento restarle un gramo a la trascendencia atemporal de ese Cyrano que, como lo muestra el afiche promocional de la película, proyecta su sombra por doquier. Los planos se traslapan y es el autor quien haciendo en vida el rol del personaje, termina creándolo con una inmensa estatura moral y ética y con ese penache inconfundible y único que lo ha mantenido – y mantendrá por siempre – inmune al paso del tiempo. Penache es la palabra con la que termina la obra y es, intraducible, la que resume ese estilo, esa manera altiva, honesta, profunda, caballerosa y elegante con la que Cyrano va despachando la vida. La escena final termina fundiendo planos y le ofrece al espectador, primero, una soberbia representación del último acto de la obra inaugurada para enseguida asomarlo a ese también último acto del creador que se desprende de su creación para volver al redil de su realidad.

Como pasa con toda gran creación del talento humano, más allá de las circunstancias del proceso creativo y más allá también de los méritos del creador,   Cyrano es y será por siempre un ícono indestronable de lucidez, grandeza, coherencia y valentía. Así lo transmite con nota sobresaliente Cyrano mon amour.